La muerte parece cobrar más vida en ciertas ocasiones, puede hacerse notar más en ciertas circunstancias, en ciertas realidades, con una vitalidad que corresponde al poder y la economía del entorno familiar del difunto. La muerte en última instancia como mecanismo natural de purificación de un ecosistema, de desfogue, y la muerte como instrumento impune para mantener privilegios, intereses, silenciar voces y reescribir la historia. La muerte provoca diversas emociones, emociones reales, reacciones naturales de cada uno de nosotros que no vivimos por igual, no estamos en las mismas circunstancias, en una misma realidad social, económica con las mismas experiencias, oportunidades, alegrías y sufrimientos. Mas bien es una odisea distinta.
Cada uno enfrenta la caminata de su vida, para unos en una suerte de libertad individual, para otros en una especie de dictadura cuidadosamente aplicada por las clases dominantes. Sea de uno o de otro lado, los sentimientos son los mismos, estremecen el corazón y los llantos son las únicas palabras de desahogo, es ahí cuando uno tendría que mostrar empatía como especie humana que somos. No se trata de cambiar la historia, se trata de no perder la compasión, la sensibilidad, la empatía que nos hace ser hombres, seres humanos con capacidad de amar y construir.
De todas formas es lamentable que en estos últimos tiempos los sentimientos de dolor y sufrimiento de las personas con más dinero parecen ser más importantes y sentirse más en los corazones de la gente que de las que apenas tienen para sostenerse o de los que no son tan importantes en el repertorio teatral de esta tragedia. Finalmente, parece ser que la perversión del sentido de solidaridad, de empatía, de justicia ha sido provocada por la avaricia del dinero y el poder.
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